jueves, 1 de noviembre de 2012

LA LUNA DE FLORENCIA


            En mis más mozas juventudes, por la edad de 22 años, tuve la oportunidad de visitar en distintos momentos dos sitios que me hicieron sentir inmensas ganas de habitar en ellos: El primero, un peculiar pueblo en el estado de Morelos de nombre Tepoztlán. El segundo, la hermosa ciudad italiana de Florencia.
            Cinco años después, tras un largo camino de aprendizaje y una vida cómoda en una residencia en la cual viví con la crema y flor, vino el buen consejo de un amigo que con toda certeza me dijo: “A ti lo que te hace falta son noches a la intemperie”. Al poco tiempo, me llegó una oportunidad laboral que me cumplió con creces este ajeno deseo y me trasladé a vivir a Florencia, la ciudad de las flores.
            Cuando uno va a Italia, tiene la fortuna de descubrir un exquisito platillo de sabores inigualables que produce una sensación única en el paladar. Un alimento que no tiene comparación con ningún otro que se pueda probar alrededor del orbe. Comida que uno cree conocer de toda la vida, hasta que finalmente se tiene esa maravillosa tabla con un milagro de la creación humana encima: la pizza.
            Tal como lo leen. La pizza italiana es un “bocado de Cardenales” que nada tiene qué ver con el platillo homónimo que hemos comido durante tantos años. Es como si un ciudadano norteamericano asumiera que conoce la comida mexicana porque fue a Taco Bell. Lo mismo sucede con este delicioso manjar que una vez que se prueba nada vuelve a ser igual. Hago estas odiosas comparaciones para ser lo más gráfico posible con quienes no han estado en situación de comprobar mi teoría, con la única intención de animarlos a brincar el charco para descubrir por boca propia lo que les cuento. Para estos fines, la “Pizzeria La Luna” de Florencia es el mejor sitio.
            En su momento, Italia me permitió descubrir el famoso y rico platillo, y muchas otras mieles que te brinda el poder vivir en aquel hermoso país durante una o varias temporadas. Pero ese año en particular, Florencia me dio la gran oportunidad de conocer de manera muy estrecha a una maravillosa persona y extraordinaria mujer: mi querida hermana menor.
            Aprovechando la coyuntura de mi lugar de residencia, la Katinka se fue a vivir conmigo durante dos meses a la ciudad en cuyo escudo se encuentra plasmada una flor de lis. Fueron dos meses que exprimimos hasta la última gota paseando de lo lindo y tratándonos todo lo que en los últimos ocho años por cuestiones de distancia no habíamos podido hacer. La vida y Dios me regalaron la oportunidad de conocer a mi hermana, la menor, como nunca antes había tenido oportunidad. Por esto les estoy a ambos eternamente agradecido.
            Precisamente en su compañía visité por última vez aquella pequeña pizzería situada en una zona florentina alejada del bullicio de los turistas que en todas las épocas del año colapsan la hermosa e histórica ciudad. Este peculiar sitio que ahora recomiendo es precisamente “Pizzeria La Luna”, que se encuentra ubicada en la calle Vincenzo Gioberti número 93/R. Es un pequeño restaurante sin pretensiones donde preparan la pizza original con un sazón exquisito. Sin ser un experto en el arte culinario italiano pero con la seguridad que me da ser una persona considerablemente vaga, puedo afirmarles que es de las mejores pizzas de Italia.
            Florencia tiene una oferta cultural y arquitectónica fuera de serie. En el corazón de esta ciudad se construyó una iglesia que es posiblemente la más bella del mundo, la Basílica de Santa María de las Flores, también conocida como “Il Duomo” debido a la grandiosa cúpula de Brunelleschi de 45 metros de diámetro que tiene una altura de 114 metros, y es una obra maestra del arte gótico. Además destaca de este templo su impresionante fachada que es un hermoso rompecabezas de mosaicos formando motivos religiosos. Tal como la vida misma, que es un gran rompecabezas que se va armando con las piezas que tenemos a la mano y con los espacios que en el camino vamos viendo que podemos ocupar.
            Los italianos, que de pizzas y rompecabezas saben un rato largo más que yo, en algún momento me recomendaron cuando visitara un restaurante nuevo para saber si la cocina del sitio es de valer la pena, ordenara la pizza más sencilla: la Margherita. Esta pizza, que hasta la fecha sigue siendo mi favorita, tiene para variar también el nombre de una flor. Por lo tanto, les recomiendo ampliamente si en algún momento se encuentran extraviados por la ciudad de Florencia, acudir a la “Pizzeria La Luna” y ordenar una pizza Margherita, créanme que es en el paladar un milagro convertido en alimento.
            Florencia me regaló un racimo de flores varias que atesoro en lo más profundo de mi corazón: la flor de lis en su escudo, Santa María de las flores en su Iglesia, la margarita en su pizza, y esa hermosa rosa mexicana en la persona de mi hermana. De Florencia esas flores atesoro y un ramo con todas ellas a la vida le habré de regresar: rosas, lirios, margaritas… y no te olvides de los geranios.

Roberto Rojo Alvarez
@rojoroberto

viernes, 1 de junio de 2012

CARNITAS Y BOTANAS "EL SAUCE"

            “Desde Navolato vengo”, canta la primera frase del que históricamente ha sido el segundo himno de mis congéneres y posiblemente una de las canciones más populares de México: El Sinaloense. Que como dato curioso les cuento que esta canción, cuando en el año de 1998 tuve la fortuna de trabajar con el mariachi “Aguilas de Plata” en la Ciudad de México, fue la única pieza que pidieron en la totalidad de los eventos para los cuales fuimos contratados.
            Por esta razón de origen geográfico y folclórico, Navolato ha sido una población con la que he estado en contacto desde mi primera infancia, y lo mismo supongo que le sucede a la mayoría de los culiacanenses de mi generación que cuando de niños acudíamos a la bahía de Altata, a falta del actual libramiento teníamos qué cruzar la ciudad entera por la calle Almada, desde el Ingenio hasta la salida al Limoncito.
            Pasó el tiempo, y mis sutiles vínculos con Navolato continuaron en la preparatoria donde coincidí con varios compañeros que venían a estudiar a la ciudad de Culiacán. Pero mi vida tomó otros rumbos cuando después de haber estado durante años dando tumbos con mi eterno historial de mal estudiante, decidí trasladarme al Distrito Federal a “estudiar” al Conservatorio Nacional de Música del Instituto Nacional de Bellas Artes.
            Todavía recuerdo esa nublada mañana de verano del 96 cuando con mi mochila cargada de ilusiones y pentagramas me encaminé al histórico recinto creación del arquitecto Mario Pani, a hacer fila para obtener una ficha de inscripción en un año en el que por razones más políticas que artísticas, de novecientos solicitantes únicamente ingresamos trece. Cuando llegué a aquel gran edificio donde habría de estudiar por los siguientes siete años de mi vida rodeado de grandes artistas y profesores que bajo su tutela estuvieron figuras como el maestro Plácido Domingo, a la primera persona que conocí justo en el umbral de la reja blanca de la entrada ubicada en la calle Presidente Masaryk, fue ni más ni menos que a José Manuel Chu de Navolato, Sinaloa.
            Unos meses después de haber llegado a la Ciudad de México y haber vivido en casa de unos queridos tíos, tuve la oportunidad de solicitar mi ingreso a una residencia con capacidad para noventa estudiantes donde habría de habitar por los siguientes cinco años y tres meses de mi vida. Esta fue la Residencia Universitaria Panamericana, cuya administración y tutela estuvo a cargo del Opus Dei durante poco más de cincuenta años, en cuyas habitaciones vivieron en su época estudiantil figuras de la política como el señor César Nava y el hoy candidato presidencial Enrique Peña Nieto. Tristemente la Residencia este año cierra sus puertas para migrar a un edificio con menos de la mitad de su capacidad.
            En aquel momento iba con toda la emoción que le da a un joven tener la oportunidad de convivir con estudiantes de todo el país, además de extranjeros de cuando menos tres continentes. Para mi sorpresa había un dato curioso en la Residencia, y es que su mayoría de habitantes per capita la conformaba un par de estudiantes con quienes hasta el día de hoy mantengo comunicación: el exitoso basquetbolista del Club Caballeros, Froylán verdugo, y el Director General de las preparatorias Cedros en la Ciudad de México, Vicente Amador. Ambos, por supuesto, del mismísimo Navolato, Sinaloa.
            Tiempo después la vida me dio la oportunidad de irme a trabajar por un tiempo al viejo continente el año 2003, específicamente en la bella ciudad de Florencia. Ahí conocí a mucha gente, sobre todo estudiantes de arquitectura de toda Italia y el mundo que por tradición se trasladan a beber su cultura y su inigualable belleza arquitectónica, además de la enorme comunidad de mexicanos que no los evitas mientras estés en cualquier punto del orbe. Como tenía cada semana algunos días libres y solvencia económica suficiente para echar modestos viajecitos de vez en vez, en una ocasión decidí apartarme de lo mundano y cotidiano que me resultaba Florencia para ese momento, y decidí viajar a París. Me sentía como en otro planeta caminando con mi chamarra larga (de cinco euros) por los hermosos Campos Elíseos y sentía que mis pies no tocaban el suelo. Pero por algo recita el verso popular “el mundo es un pañuelo”. No había terminado de caminar por la acera norte de aquella famosa avenida ni mis pies terminaban de llegar al suelo, y estando a escasos trescientos metros del Arco del Triunfo, de pronto vi de frente en los mismísimos Champs Elysees en vivo y a todo color ni más ni menos que al Humberto Plata, por supuesto, de Navolato, Sinaloa.
            La vida me trajo de vuelta a mi natal Culiacán, y del año 2006 al 2010 tuve las riendas de un grupo de jóvenes talentosos en un proyecto radiofónico que ya es historia, pero dejó grandes amigos y proyectos. Ahí conocí a la mejor voz, la mejor amiga, la mejor madre y la mejor esposa: la mía. Ella es Amparo García y es, por supuesto, de Navolato, Sinaloa.
            Fue gracias a ella y a la que hoy es mi adorada familia política que tuve la fortuna de conocer un lugar donde se comen las mejores carnitas del noroeste del estado. Las “Carnitas y Botanas El Sauce”, propiedad del Sr. Everardo Godoy, es un sitio donde vale la pena hacer escala si se va de paso a las playas de Isla Cortés o a la bahía de Altata. El establecimiento se encuentra ubicado en la carretera Navolato – Altata, justo a la salida de la cabecera municipal, y es atendido amablemente por sus hijos y demás trabajadores locales. Estas carnitas en caldo al puro estilo navolatense son de la mejor calidad, y acompañadas de sus tortillas recién hechas y su bebida bien fría, valen la pena el viaje a Navolato.
            Tómenlo muy en cuenta si una mañana se encuentran sufriendo por los estragos de la resaca del champagne y van rumbo a las costas de nuestro hermoso estado. Hagan una escala en Carnitas y Botanas “El Sauce” y curen todos sus males y los males del corazón, que siempre con pan son menos.
            A mí el destino irremediablemente me trajo (una y otra vez) hasta estas tierras, y no me queda más que disfrutar y cantar “Desde Navolato vengo…” y por el resto de mi vida, a Navolato iré.

Roberto Rojo Alvarez
@rojoroberto

martes, 1 de mayo de 2012

TRATTORIA DELLA CASA NUOVA

            Como seguramente a muchos de ustedes les sucederá incontables veces por motivos de trabajo o de esparcimiento, estaba en ese entonces de pasadita por la majestuosa y siempre rica Ciudad de México. Cabe mencionar que en esta gran metrópoli siempre se está de pasadita, ya sea cuando se va por unas horas como cuando se vive ahí por siete años como lo fue en una bella etapa de la vida de su amable escritor.
            Se conjugaron dos factores que concluyeron en la visita a uno de los mejores restaurantes de México. El primero fue que en esa ocasión iba yo acompañado de una señora que merece todos los lujos y placeres que el ser humano ha sido capaz de inventar, mi sacrosanta madre. El segundo fue que nos dirigíamos rumbo a la ciudad de Cuernavaca a intentar resolver una situación familiar que a la postre nos ha dado incontables lecciones de vida.
            Por tales motivos, decidí acudir a un sitio en el sur de la ciudad al que solía asistir en mis épocas de estudiante en el Distrito Federal que en aquel entonces llevaba por nombre Le Petit Cluny.  Este fabuloso sitio de elegancia sobria y exquisito sazón ahora lleva el nombre de Trattoria della Casa Nuova, y su visita es obligada.
            Recuerdo que en esa que fue mi primera visita al nuevo establecimiento, a tan sólo unos metros de su restaurante antecesor, a pesar de cierta carga emocional que nos acompañaba por aquellas  fechas, tuvimos la oportunidad de deleitarnos con un delicioso desayuno que nos hizo recordar por qué la comida es uno de los más grandes placeres de la vida.
            La Trattoria della Casa Nuova se encuentra por la Avenida de La Paz No. 40, en San Ángel, y ahí puedes degustar deliciosos alimentos al puro estilo italiano, en un ambiente casual, además de su deliciosa tienda delicatessen ubicada justo en la entrada del restaurante. Es simplemente el mejor lugar para desayunar en el sur de la Ciudad de México. Les recomiendo mucho el desayuno Petit Cluny, su pan dulce que es algo caro pero vale cada centavo, su chocolate caliente, y si van en un horario cercano al mediodía, no dejen de probar su deliciosa pizza de alcachofa con aceitunas negras, además de sus postres que no tienen desperdicio.
            No fue la única vez que he visitado la Trattoria della Casa Nuova, pero sí la más importante sin duda alguna. Iba acompañado de mi madre, que cuando no me acompaña físicamente me acompaña en mi pensamiento y en mi corazón. En este mes de mayo aprovechen para llevar a su señora madre a este delicioso lugar. Me lo van a agradecer, pero más se los va a agradecer ella a ustedes.
            Este artículo sirva para hacer una entera recomendación de la Trattoria della Casa Nuova en la Ciudad de México, y un muy merecido homenaje a mi madre en este el mes en que se celebra su día y el de todas las madres de México y el mundo.
Roberto Rojo Alvarez
@rojoroberto

domingo, 1 de abril de 2012

LA BÓVEDA DE LA ISLA

            Trascurría el año 2008, cuando todavía no llegaba la crisis global y mi soltería me brindaba la posibilidad de tener una pequeña cuenta de ahorros, misma que se vaciaba cada vez que había algún buen concierto en alguna ciudad a no más de dos mil quinientos veinticinco kilómetros de distancia de mi natal Culiacán.
            El primer semestre de ese año mi agenda rocanrolera estaba completamente vacía, y mi tarjeta de millas de conocida aerolínea destruyerrascacielos rebosaba en puntos. Aunado a esto, mi primo Luis Manuel se encontraba viviendo en una pequeña y linda ciudad de nombre Dammarie-lès-Lys ubicada en las afueras de París.
            Una vez conjugados todos estos elementos y venciendo mis ímpetus hogareños, tomé la decisión de pasar una relajada Semana de Pascua consintiendo a mi primo Luisín en París. Fue con él que visité Le Caveau de l’Isle, uno de los mejores restaurantes en los que he comido alrededor del orbe.
            Él era maestro de español en una preparatoria de aquella linda comuna a orillas del río Sena, y compartía su departamento con una jovencita alemana de nombre Anja que a su vez daba clases de alemán a los post-pubertos de la misma institución. Su relación de roomies era como la de un viejo matrimonio: ligeros pleitos eventuales y sin goce de mieles.
            Aquella fue una semana muy divertida. Recordé viejos sitios (tomando en cuenta que casi todos los sitios de París son viejos), y deambulé sólo todas las mañanas debido a que mi primo solamente estaba disponible por las tardes. Entre los planes de la semana visitaría dos museos que no conocía, una ópera en el Teatro de Ópera Garnier, y tenía en mente una cena de lujo en algún sitio caro. Mi primera intención era reservar en el restaurante Jules Verne ubicado en la parte más alta de la torre Eiffel, que aunque no es distinguido por su arte culinario, tiene un caché y una vista envidiable. El primer día de espacio disponible para reservar era después de mi fecha de partida, de tal modo que acudí a los especialistas en la materia para que me recomendaran entonces no el más bello sino el mejor restaurante de París. Entre la lista que me dieron apareció un sitio ubicado en la isla de Saint-Louis en donde jamás había puesto un pie, razón por la cual decidí reservar en ese lugar.
            Le Caveau de l’Isle es un restaurante de alta cocina tradicional francesa situado al sur de la isla de San Luis, en el corazón de París. Y como sucede con los mejores sitios europeos que son pequeños, elegantes y sobrios, este no es la excepción. De entrada pedí un foie gras en salsa picante de higo, con unos enormes granos de sal de mar encima, que nomás de recordarlo se me pone la piel de gallina de la emoción. Como plato fuerte pedí un filete de pato en salsa de miel que además de estar delicioso, como guarnición tenía el mejor ratatouille que he probado jamás. De postre me sirvieron un crème brulée al limón cuyo sonido al insertar la primera cucharada en su gruesa capa es música para mis oídos. Y de tomar nos sirvieron un vino beaujolais de la casa de muy buena calidad.
            El restaurante en sí es caro pero no intocable. No como la cerveza Carlsberg que en ese mismo viaje pedí en el bar La Vue del hotel Concodre La Fayette cuyo precio de 19 Euros terminaron con mis ganas de seguir bebiendo, no sé por qué. Tal vez por hacer caso omiso a mi filosofía viajera de “el que convierte no se divierte”.
            Es evidente que recomiendo ampliamente el restaurante Le Caveau de l’Isle cuando tengan oportunidad de estar por la ciudad de París. Aquella ocasión tuve el agrado de ir con mi queridísimo primer primo varón de familia materna, cuya compañía siempre es grata, enriquecedora y divertida. Dios mediante espero estar ahí de vuelta muy pronto pero ahora con el amor de mi vida, mi amada esposa.

Roberto Rojo Alvarez