¡Ay, papacito!
“No importa
quién era mi padre; importa cómo lo recuerdo yo”
El término “desde que tengo uso de
razón” suele ser muy ambiguo. La primera infancia nos viene a la cabeza a
manera de recuerdos vagos, a veces felices, a veces llorando. La gran mayoría
de los recuerdos de mi niñez comienzan con una frase que siempre pronunciaba
justo antes de esbozar una pregunta al eterno receptor de mis interminables
dudas: “Oye, papá…”
Fue a través de la sabiduría y la fantasía
de mi padre como poco a poco fui descubriendo el mundo. Era de esperarse que
entre tantas explicaciones en las que sintió la obligación de explicarme la
vida, fluyeran algunas historias que eran totalmente producto de su
imaginación.
Una de las que más recuerdo fue camino a visitar a la familia de Durango
por la ahora olvidada carretera libre Culiacán-Mazatlán, justo enfrente del
Cerro del Elefante. Le pregunté por qué el cerro tenía ese nombre, me dijo que
cuando él era chico los elefantes eran muy grandes, que uno se había quedado a dormir
ahí, murió, y con el paso de los años le habían crecido árboles y ramas de toda
especie. A mí esa historia me causó largos minutos de reflexión, pero era el testimonio
infalible de mi padre. Creo que en ese momento jamás imaginó que tres décadas
después yo iba a recordar esa y muchas otras anécdotas al dedillo.
Este mes se celebra el Día del Padre. Existen padres anticuados y
rejegos como lo fue el mío, que por encimita se niegan a recibir regalos y
felicitaciones por considerarlo un día cursi y comercial, aunque en el fondo
están tan contentos como una madre en su día.
En este país que a penas comienza a dar indicios de desarrollo, los
sueldos de mis maestras de primaria habrían de ser más raquíticos que como lo
son en la actualidad. Por esta razón era común que las profesoras buscaran
métodos alternos para corretear el bolillo. Una de las prácticas más comunes
era aprovechar la coyuntura que ofrecía el hecho de que en las escuelas se
fomentara el ahorro entre los alumnos, razón por la cual unos días antes de
algún festejo como los que en este momento tratamos, la preceptora en turno
sacaba sus inmensos catálogos para intentar vendernos los tan famosos productos
de la empresa multi-nivel que representaban.
A mí los regalos que ahí vendían me parecían formidables y de muy buen
gusto, tanto que por dos años seguidos le compré a mi papá unos hermosos
frascos con loción marca “Avón”. El primero envasado en una linda y roja
lámpara de aceite con la leyenda “Coleman” al frente, y al año siguiente un
hermoso frasco de cristal color ámbar, con la cara de un viejo barbón en la
parte más gruesa de la botella que simulaba ser una ingeniosa pipa para fumar.
Meses después encontré las dos botellas de loción intactas. Debo aceptar
que en ese momento mis sentimientos se vieron lastimados, y me costó algunos
años enterarme de las ronchas que le provocaban a mi señor padre los líquidos
de tan respetable compañía. Hoy ese suceso es para cualquier adulto muy
sencillo de entender, así que recomiendo ampliamente a quienes se estrenan como
papás que si se ven envueltos en semejante aprieto, vayan deshaciéndose
paulatinamente del líquido en cuestión, hasta el momento en que su retoño esté
en edad de entender lo molesto que resulta que cualquier persona nos quiera
cambiar el aroma.
Regalarle algo a mi padre siempre me pareció el reto más difícil en
cuanto a presentes se refiere. Si le compraba ropa, terminaba estrenándomela yo
porque desde que soy un adulto (al menos en fisonomía) usábamos la misma talla.
La música era una de sus pasiones, pero a mí me enojaba muchísimo regalarle
discos porque invariablemente los extraviaba, a lo sumo en dos semanas. Una que
otra vez le regalaba alguna novedad tecnológica por el puro gusto de ver la
cara de emoción que hacía al descubrir su regalo, aunque minutos después lo
abandonara para siempre.
Un padre suele ser quien nos enseña el lado no tan dulce de la vida, es
por esto que en muchas ocasiones nos hace valorar lo que cuestan las cosas, y
nos apoya siempre, teniendo cuidado en no mal-educar a base de consentimientos
innecesarios. Es común también que concentren sus esfuerzos en querer realizar
algunos de sus sueños en nosotros, por esta razón a un padre tan rústico como
el mío le causaba corto circuito neuronal que el sueño de su hijo fuera ser un
músico director de orquesta.
Algunas ocasiones buscando un propósito educacional, en un afán por no
mostrar la risa y el contento que mis sorpresas le provocaban, mi padre ponía
una nada convincente cara dura. Recuerdo especialmente la vez que llegué de
sorpresa a una boda en la ciudad de Guadalajara donde mis padres estaban, y
aparecí justo en el momento de la misa en que estaban dándose el saludo de paz
(no intenten entender esta parte de la liturgia que se deriva de la traducción
de la palabra hebrea shalom, que es
lo que se decía el pueblo judío cuando se saludaba). También recuerdo la risa
que le provocó una postal que les envié del viejo mundo con una sola frase que
decía: “Papás, gracias por ayudarme a pasearme tanto”.
Carmelo es en este momento de mi vida quien hace las veces de mi vástago.
Y toda proporción guardada, hasta un cachorro nos pude hacer entender que a
pesar de todos nuestros esfuerzos de adiestramiento, no hay satisfacción más
grande para un padre que ver a sus hijos sanos y felices.
Felicito en este mes a todos aquellos padres que a pesar de los errores
propios de todo ser humano tuvieron la hombría y la lealtad para quedarse al
lado de su familia y de sus hijos, y me precio de vivir en una familia en la
cual aunque tal vez sucedió muchos años antes de lo que todos hubiéramos
deseado, tuve un padre que permaneció al lado de sus hijos y de mi madre hasta
que la muerte nos separó. Muy feliz día del padre.
Roberto Rojo Alvarez