Fue
la pregunta que me hice después de un fatigoso vuelo de diez y seis horas y
media, un movimiento de fecha poco sencillo de explicar, y un cambio de horario
que para cuando me adapté a él ya era momento de volver.
Estaba
en Australia movido por el cariño a un gran amigo que celebró sus nupcias con
mujer oriunda de aquel lejano continente. Lugar al cual jamás hubiera ido de no
haber sido porque mi amigo se convirtió en Wedding
Planer y me mandó la invitación con un año y medio de anticipación. En ese
momento saqué la alcancía de Barney que mi hermana me regaló y me dispuse a
ahorrar.
Sydney,
según parámetros desconocidos de cierto artículo que jamás he visto de una
revista que ignoro cual es, es la ciudad con mayor calidad de vida en el mundo.
No se necesita bastante tiempo para darle credibilidad a esta aseveración. Es
una ciudad hermosa, moderna, ordenada, hospitalaria, económicamente accesible,
con grandes áreas verdes, un transporte público impecable por mar y tierra, una
de las casas de ópera más famosas del mundo que ahora está siendo nominada como
una de las 7 maravillas del mundo moderno, una de las playas más codiciadas por
los surfers, el Centro Comercial más
bonito del mundo según Pierre Cardin, y unos murciélagos en el aire que por su
tamaño parecen becerros.
Impresiona
mucho el orden de las personas y el cuidado que se tiene en los detalles al
ciudadano común. Por ejemplo, cada esquina de la ciudad cuenta con los
siguientes aditamentos: Un bote de basura con un cenicero arriba y un área
especial para el apagado del cigarrillo; una leyenda en el suelo donde se
indica al transeúnte a qué lado se debe de voltear a ver si viene vehículo
debido a que en aquel país se maneja en contra-flujo con respecto a la mayoría
de los países del mundo, y un semáforo peatonal con sistema Braile para
oprimirse cuando se desea cruzar que emite un sonido según la dirección y el
estatus del mismo.
Esta
ciudad brinda la posibilidad de recorrerse totalmente a pie. Tiene dos muelles
repletos de bares y restaurantes con una variedad impresionante de bebidas y
alimentos, todos de la localidad. También grandes parques aptos para
ejercitarse, costumbre que no es precisamente de mis fuertes, pero sí de los
australianos que a cierta hora vacían la ciudad y se vuelcan sobre los parques
con este propósito. Y para quienes gustan del Surf, está la famosa playa Bondi.
Es
en Australia el Surf realmente un deporte nacional. Sorprende mucho ver tanto a
niños de menos de un metro de estatura, como a señoras con su tabla en la mano
dispuestas a meterse al mar a surfear. Un dato interesante es que fueron los
australianos quienes inventaron los billetes plastificados, para evitar que se
percutieran cuando la gente entrara al mar. También hay un número abrumador de
tiburones, lo cual no hizo mella en mi amigo Proto cuando le pregunté al
respecto unos minutos antes de que se metiera al mar contestándome: “Hay más de
doscientas personas surfeando, ¿qué probabilidad hay de que me coma uno a mí?”
Tenía razón, nada le sucedió.
La
boda fue en definitiva la mejor parte de mi viaje, y me veré obligado a
contarles un poco para poder describir a mayor detalle al pueblo australiano.
De
Sydney me trasladé por avión a Brisbane para acercarme al sitio de la boda.
Aquel país afortunadamente no comparte la psicosis enferma de nuestros vecinos
del norte, y en sus aeropuertos a las personas realmente las tratan como
personas, evitando quitarte cintos, zapatos, relojes, monedas, etc. Tan es así
que cuando me bajé del avión y salí del aeropuerto recordé que olvidé mi libro
guía en el respaldo del asiento. Bastó con pedirle permiso al tipo de la
entrada para que me dejaran ir sin pedirme absolutamente nada hasta la nave por
mi objeto. Otra peculiaridad de las líneas aéreas de aquel país es que las
sobrecargos hacen muchas bromas al momento de dar las instrucciones, con el fin
de que los pasajeros rían a carcajadas y esto los libere un poco del nervio de
volar. A mí realmente no me causó ninguna gracia el guión de las azafatas, no
porque no fuera gracioso sino porque el inglés australiano es una cosa tan difícil
como el náhuatl precolombino.
Del
aeropuerto de Brisbane tomé un autobús rumbo a Mooloolaba, playa donde sería el
matrimonio de mis amigos. Además de que estos señores manejan constantemente en
lo que para mí es un claro sentido contrario, es muy curioso ver por las
carreteras los típicos letreros con un rombo amarillo donde en lugar de venir
una vaca o un par de niños con mochila queriendo cruzar, está impresa la
silueta de un canguro.
Canguro
significa en la lengua nativa australiana “No te entiendo”, que era lo que
contestaban los nativos cuando los colonizadores ingleses preguntaban por el
extraño marsupial. Este animal es tan común en aquel país como los grillos en
Culiacán en tiempos de aguas. La población en Australia es de veinte millones
de habitantes, mientras la población calculada de dicho animal sobrepasa los
cuarenta y cinco millones. Por esta razón se permiten vender souvenirs de infinidad de objetos
provenientes de la piel de dicho animal, y las hamburguesas de canguro es un
platillo que no se puede dejar de probar. Lo más extraño que vi fue un
abrelatas con un letrero que decía “Kangaroo Eggs”, que consistía en un
abre-sodas metálico incrustado en los escrotos disecados de canguro real.
Grotesco recuerdo éste, pero como bien canta Serrat en la intitulada canción La
Aristocracia del Barrio: “Ha de haber gente pa’ todo”.
La
boda fue un éxito. Rodolfo encargó dos botellas de tequila por mexicano puesto
en Australia, y de alguna manera hizo llegar a aquellas lejanas tierras una
maleta de falluquero llena de toda la parafernalia que se reparte en las bodas
mexicanas. Además de que los güeros aquellos son buenos para la bebida, fue un
éxito aderezarles la boda con collares, globos, maracas, coronas, faldas
hawaianas, y sombreros de charro. Pero el momento de clímax llegó cuando
comenzó la canción de “El Santo, El Cavernario” a cargo de La Sonora Santanera
y sacaron las máscaras de luchadores. Fue una arrebatinga de grandes y chicos,
mujeres y señores, todos con una máscara que no tenían idea con qué se comía.
Hasta se acercaban a nosotros sacándonos la lengua, frunciendo las uñas y
exclamándonos “BUUU”. Como nuestra situación etílica no estaba en condición de
explicarles nada, mejor hacíamos como que nos asustábamos.
Pasaron
las fiestas y dos días después la resaca, y nos dispusimos a acompañar a los
recién casados a un ranchito propiedad del papá de la novia. La peculiaridad de
este predio era que por alguna extraña razón había wireless conection (estoy muy cansado para explicar), y que al
salir a caminar te topabas con canguros brincoteando por el monte. Luego nos
fuimos a casa de los papás de la novia a festejar el cumpleaños del ahora
suegro de mi amigo.
Este
señor nos contó la historia más inverosímil que se puedan imaginar. Resulta que
existe por allá una especie extraña de pavo que es monógamo, y el lugar donde
se aparea por primera vez es el lugar donde debe de hacer su nido (Nota: Todas
las especies de animales en Australia son extrañas, no entiendo lo de la
monogamia, y mucho menos su cerrazón por el cambio de domicilio). Pues resulta
que este señor tiene un problema con un pavo que hace ya nueve años hizo su
gracia y su nido en el patio de su casa (que es particular). Le ha hecho una
serie de artimañas para que el pavo se vaya, pero este nomás no quiere. Incluso
una vez le salió contraproducente porque le puso una lancha vieja encima del
nido para que no lo encontrara se fuera, pero ¡oh, sorpresa!, al día siguiente
el pavo tenía un nido del tamaño de dos pisos encima del bote del señor.
No
me sorprende el instinto del pavo que sus razones tendrá (o no) para hacer su
nido en el lugar de su primer encuentro íntimo. Lo que me sorprende es que ni
siquiera está en los parámetros mentales del señor la simple y sencilla
solución de degollar al maldito pavo. Y es que en aquellas tierras el respeto
por la naturaleza es religión. De hecho, por ley está prohibido agredir a
cualquier especie de animal si éste no te agrede a ti primero. Ese es el tipo
de cosas que habría qué aprenderles.
El
país es enorme, tanto que es casi por sí solo un continente, y
desafortunadamente solo tuve oportunidad de conocer un poquito. Lo bueno es que
me quedaron muchísimas ganas de volver, y en nada me afectaría que el destino
me llevara a vivir un tiempo por allá. Recomiendo ampliamente su comida, su
cultura, su gente, sus tradiciones, y su geografía en general. La vida me
permita volver a cantar a José Alfredo Jiménez por allá.
Roberto
Rojo Alvarez