“En dos partes
dividida tengo el alma en confusión”, canta un verso del poema Dime vencedor
Rapaz, obra de la extraordinaria Sor Juana Inés de la Cruz. Y en esas mismas
dos partes tengo mis afectos divididos en cuanto a aquello que llamamos
terruño. Sinaloense la familia de mi padre, Duranguense la de mi madre.
En los años 20s
del siglo pasado, Rodolfo Emilio Alvarez Sánchez acompañado de un grupo de
jóvenes recién graduados de la Escuela Vocacional de Durango fue el primer
integrante de mi familia que realizó este trayecto, totalmente a pie, con
mochilas al hombro, por veredas donde sólo cabían animales de carga y acampando
durante una semana de ida y otra de vuelta, como lo dictaba la tradición de los
estudiantes duranguenses llegada esta edad, para ir a conocer la inmensidad del
mar.
Entre estas dos
tierras he pasado la vida en un ir y venir de afectos y emociones. Desde que, toda
proporción guardada con la experiencia de mi abuelo, era para nosotros una
odisea trasladarse por carro cruzando la carretera “Internacional” México 15 de
Culiacán a Mazatlán para después tomar la carretera Federal 40 desde el puerto
hasta la ciudad de Durango. Este trayecto suponía levantarse muy temprano para
llegar al destino invariablemente de noche tanto de ida como de vuelta.
Además de las largas horas de carretera
sorteábamos un sinfín de nauseas y mareos a causa de la incontable cantidad de
curvas que debíamos de cruzar, enormes tráileres varados en alguna curva muy
cerrada, los troncos de un “Trocero” derribados a media carretera ante la
ruptura de alguna cadena por el ilegal exceso de peso que trasladan, enormes y
peligrosas manchas de aceite derramadas accidentalmente en el pavimento tras el
desviele de un motor a causa de las pronunciadas pendientes, pavimento
resbaloso por el hielo en invierno y derrumbes de gigantes rocas en verano. Ese
era el costo para llegar de un destino al otro y, por qué no decirlo, para
disfrutar de los inigualables paisajes de la sierra más hermosa del país.
El pasado mes de
noviembre se inauguró la Autopista Durango-Mazatlán y al día de hoy tengo la
fortuna de haberla cruzado ya en tres ocasiones. Esta obra de 230 km de
longitud, 63 túneles, 115 puentes y un costo aproximado a los 29 mil millones
de pesos es sin duda alguna la carretera más espectacular de México. Cuenta
además con dos obras magnas como son el “Puente Baluarte Bicentenario” que es
el puente atirantado más alto del mundo, y el segundo túnel más largo de México
denominado “El Sinaloense” con una longitud de 2.8 km y que está catalogado
como el túnel de alta tecnología más inteligente del país.
Pero aquí viene la
queja. ¿Por qué en México tenemos la mala costumbre de inaugurar cosas que
todavía no están terminadas? En las tres ocasiones fueron muchos y distintos
los tramos en reparación con nulas medidas de seguridad para los trabajadores y
los conductores. Algunos debido a un exceso de lluvias a una semana de su
apertura, otros simplemente de obras que todavía no se habían concluido.
Aproximadamente el 30% de los túneles sin iluminación funcionando y hombres
“avisando” de sus reparaciones a escasos diez metros del sitio en cuestión, que
cual si uno fuera adivino al volante se te quedan viendo con cara de
“¡Malíciala, mi buen!”. También pude ver varias zonas con derrumbes y deslaves
que si bien son imposibles de evitar en su totalidad, dista mucho de ser “solo
la cascarita” como irresponsablemente lo mencionó a los medios el actual
Secretario de Desarrollo Urbano y Obras Públicas de Sinaloa, José Luis Sevilla
Suárez.
De cualquier
manera, fue para mí y para toda mi familia literalmente un milagro tener la experiencia
de partir de Culiacán después del desayuno y llegar a la ciudad de Durango
perfectamente para la hora de la comida. Esta carretera acerca dos mundos tan
distintos que nos abrirá un mundo de posibilidades comerciales y turísticas. ¡Aprovechémosla!
Roberto
Rojo Alvarez
Agregado
cultural de Culiacán… en Culiacán