Con él
conocí de arriba a abajo mi segunda tierra, Durango Capital. La recorrimos a
pie, en bicicleta, en moto mientras yo me quedaba dormido manejando, y
finalmente en un par de automóviles que no contaban con la tan mala suerte de
ser nuestra escuelita particular de manejo.
Tuvimos una
amistad envidiable. Pocas veces hubo desacuerdos entre nosotros, nos gustaban
niñas distintas, y su familia me acogió tan bien que la mía me nombró como
“Roberto Godínez”, apellido de Pepito y no mío.
Sólo había un detalle suyo que me
molestaba sobremanera, y era que cada vez que íbamos a comer a algún sitio yo
terminaba en aproximadamente la quinta parte de tiempo que él. Es verdad que
jamás he sido lento para comer, pero cuando lo hacía frente a él ponía mi
máximo esfuerzo por no terminar tan pronto para evitar estar tanto tiempo
esperándolo a que deglutiera sus alimentos. En esa edad uno vive muy deprisa y
esos minutos de tedio mientras lo esperaba me parecían eternos.
Tengo hasta el día de hoy un
lugar predilecto para comer en la ciudad de Durango: “La Rica Torta”. Es un
negocio pequeño ubicado sobre la calle Laureano Roncal a media cuadra de la
Avenida 20 de Noviembre, calle principal de la hermosa capital. Ahí venden,
para no ser exagerado, las mejores tortas de pierna del mundo. Además de unos
burritos de carne deshebrada que difícilmente tienen competencia.
Un buen día estando en ese
invaluable lugar, como era costumbre terminé de engullir mis bocadillos y él,
para no variar, iba a penas comenzando. Decidí no hacer corajes y emplear mi
valioso tiempo en discernir la causa de su lenta velocidad de alimentación, por
llamarle de algún modo. Sin decir nada, lo observé discretamente y fui
descartando posibilidades una a una.
Mi primera hipótesis fue que tal
vez el tamaño de sus bocados podría ser muy chico. Entonces esperé con la
paciencia de un pescador a que diera su siguiente mordida a la deliciosa torta
de pierna. Para mi sorpresa, la porción fue generosa y su boca no era
precisamente chica, por lo tanto descarté esa primera posibilidad.
La segunda idea que me vino a la
mente fue que mientras comía se pudiera distraer observando el panorama,
bobeando, o leyendo algún texto que tuviera a la mano, puesto que era de esas
personas que cuando van al baño entran con revista en mano. No fue así. Él
estaba concentrado en esa riquísima torta de pierna sin igual que solamente en
ese sitio son capaces de producir.
La tercera teoría estaba
fundamentada en la posibilidad de que perdiera mucho tiempo entre terminar un
bocado y comenzar el siguiente. Por lo tanto esperé a que terminara de triturar
ese inigualable trozo de la mejor torta de pierna que existe, para ver si me
sacaba algo de plática o simplemente reposaba un poco en el inter. Nada pasó. A
mí ni me peló y tan pronto terminó ese bocado procedió a comenzar el siguiente.
Mis posibilidades y mi paciencia
se estaban agotando cuando de repente vino a mi recuerdo uno de esos consejos
que se leen en revistas como el Reader Digest el cual sugería que cada bocado
debía masticarse cuando menos por 30 veces, esto para facilitarle al organismo
el proceso de digestión. Pensé que la probabilidad de estar ante ese caso sería
muy baja pero no teniendo de momento otra idea al respecto decidí esperar a que
comenzara su siguiente bocado para comenzar a contar.
Este fue el reto más complicado
puesto que implicaba la observancia ininterrumpida de su función masticatoria
para poder contar si efectivamente su costumbre era llegar a repetir esta
acción por la para mí infinita cantidad de treinta veces. Pero con el sigilo
que me caracteriza y ayudado por el arraigado hábito que tengo desde pequeño de
ser tan metiche, pude emprender esta tarea.
Esperé una vez más por unos
minutos en lo que él se preparaba para tomar un nuevo trozo de esa torta que
merece un altar en Catedral y una calle con su nombre. Con una precisión
cronométrica empecé a contar sus masticadas desde la número uno, hasta que no
pude más contener mi risa y él se vio forzado a tragar subrepticiamente lo que
le quedaba en su boca de La Rica Torta para preguntarme un poco desconcertado:
¿De qué te ríes, pendejo? Mi respuesta fue: De que haz masticado ese bocado ni
más ni menos que noventa veces.
Cuando
vayan a Durango no busquen a Pepe porque difícilmente lo van a encontrar, pero
por favor visiten ese maravilloso y humilde lugar de nombre “La Rica Torta”.
Una vez sentados ahí comprenderán por qué es tan difícil dejar de saborear esa
exquisitez.
Era mi
amigo de toda la vida. Y digo era porque ya no lo es más. La esquizofrenia nos
lo robó. De él afortunadamente me queda un mundo de buenos recuerdos, y por
supuesto “La Rica Torta”.
Roberto Rojo Alvarez