viernes, 1 de abril de 2011

EN DURANGO ME COMÍ LA TORTA

            Era mi amigo de toda la vida. Con él había compartido incontables horas de la infancia y la adolescencia. Desde pasar días enteros en el club, la primera vez que cruzamos el boulevard, estrenar el mundo de juguetes que le había amanecido en Navidad, hasta los primeros coches y las primeras novias.
            Con él conocí de arriba a abajo mi segunda tierra, Durango Capital. La recorrimos a pie, en bicicleta, en moto mientras yo me quedaba dormido manejando, y finalmente en un par de automóviles que no contaban con la tan mala suerte de ser nuestra escuelita particular de manejo.
            Tuvimos una amistad envidiable. Pocas veces hubo desacuerdos entre nosotros, nos gustaban niñas distintas, y su familia me acogió tan bien que la mía me nombró como “Roberto Godínez”, apellido de Pepito y no mío.
Sólo había un detalle suyo que me molestaba sobremanera, y era que cada vez que íbamos a comer a algún sitio yo terminaba en aproximadamente la quinta parte de tiempo que él. Es verdad que jamás he sido lento para comer, pero cuando lo hacía frente a él ponía mi máximo esfuerzo por no terminar tan pronto para evitar estar tanto tiempo esperándolo a que deglutiera sus alimentos. En esa edad uno vive muy deprisa y esos minutos de tedio mientras lo esperaba me parecían eternos.
Tengo hasta el día de hoy un lugar predilecto para comer en la ciudad de Durango: “La Rica Torta”. Es un negocio pequeño ubicado sobre la calle Laureano Roncal a media cuadra de la Avenida 20 de Noviembre, calle principal de la hermosa capital. Ahí venden, para no ser exagerado, las mejores tortas de pierna del mundo. Además de unos burritos de carne deshebrada que difícilmente tienen competencia.
Un buen día estando en ese invaluable lugar, como era costumbre terminé de engullir mis bocadillos y él, para no variar, iba a penas comenzando. Decidí no hacer corajes y emplear mi valioso tiempo en discernir la causa de su lenta velocidad de alimentación, por llamarle de algún modo. Sin decir nada, lo observé discretamente y fui descartando posibilidades una a una.
Mi primera hipótesis fue que tal vez el tamaño de sus bocados podría ser muy chico. Entonces esperé con la paciencia de un pescador a que diera su siguiente mordida a la deliciosa torta de pierna. Para mi sorpresa, la porción fue generosa y su boca no era precisamente chica, por lo tanto descarté esa primera posibilidad.
La segunda idea que me vino a la mente fue que mientras comía se pudiera distraer observando el panorama, bobeando, o leyendo algún texto que tuviera a la mano, puesto que era de esas personas que cuando van al baño entran con revista en mano. No fue así. Él estaba concentrado en esa riquísima torta de pierna sin igual que solamente en ese sitio son capaces de producir.
La tercera teoría estaba fundamentada en la posibilidad de que perdiera mucho tiempo entre terminar un bocado y comenzar el siguiente. Por lo tanto esperé a que terminara de triturar ese inigualable trozo de la mejor torta de pierna que existe, para ver si me sacaba algo de plática o simplemente reposaba un poco en el inter. Nada pasó. A mí ni me peló y tan pronto terminó ese bocado procedió a comenzar el siguiente.
Mis posibilidades y mi paciencia se estaban agotando cuando de repente vino a mi recuerdo uno de esos consejos que se leen en revistas como el Reader Digest el cual sugería que cada bocado debía masticarse cuando menos por 30 veces, esto para facilitarle al organismo el proceso de digestión. Pensé que la probabilidad de estar ante ese caso sería muy baja pero no teniendo de momento otra idea al respecto decidí esperar a que comenzara su siguiente bocado para comenzar a contar.
Este fue el reto más complicado puesto que implicaba la observancia ininterrumpida de su función masticatoria para poder contar si efectivamente su costumbre era llegar a repetir esta acción por la para mí infinita cantidad de treinta veces. Pero con el sigilo que me caracteriza y ayudado por el arraigado hábito que tengo desde pequeño de ser tan metiche, pude emprender esta tarea.
Esperé una vez más por unos minutos en lo que él se preparaba para tomar un nuevo trozo de esa torta que merece un altar en Catedral y una calle con su nombre. Con una precisión cronométrica empecé a contar sus masticadas desde la número uno, hasta que no pude más contener mi risa y él se vio forzado a tragar subrepticiamente lo que le quedaba en su boca de La Rica Torta para preguntarme un poco desconcertado: ¿De qué te ríes, pendejo? Mi respuesta fue: De que haz masticado ese bocado ni más ni menos que noventa veces.
            Cuando vayan a Durango no busquen a Pepe porque difícilmente lo van a encontrar, pero por favor visiten ese maravilloso y humilde lugar de nombre “La Rica Torta”. Una vez sentados ahí comprenderán por qué es tan difícil dejar de saborear esa exquisitez.
            Era mi amigo de toda la vida. Y digo era porque ya no lo es más. La esquizofrenia nos lo robó. De él afortunadamente me queda un mundo de buenos recuerdos, y por supuesto “La Rica Torta”.

Roberto Rojo Alvarez