Sobre la
sensación cutánea de la menta…
Para Noxzema, por supuesto.
Mucho se ha escrito ya sobre olores, colores,
sabores y sinsabores. Mucho es también lo que existe escrito sobre sensaciones
en general. En realidad, mucho se ha escrito ya sobre muchas cosas. Pero nunca
se ha hecho sobre este invento tan corrientemente usado y, a mi parecer, tan
poco examinado y disfrutado. La crema de afeitar.
En el transcurso de la historia, la literatura ha
intentado una y otra vez transportarnos a lugares y situaciones diversas.
Algunas veces lo hace con mucha vaguedad, otras suelen ser de un realismo
artístico inmejorable. Tarea difícil es la de hacernos sentir a base de
palabras, mas cómo olvidar obras tales como “El Perfume” del alemán Patrick Süskin,
o frases como: “…el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el
destino de los amores contrariados”, del gran García Márquez.
Entonces, al verme tan solo y triste cual hoja al
viento (Canción Mixteca), sin posibilidad alguna de competencia y con muchas
más probabilidades de entrar en el círculo de las vaguedades, preferí no
intentar describir la sensación en nuestro rostro de la espuma para rasurar,
sino solamente agradecerla y ensalzarla. Además que cualquier cantidad de
explicaciones poéticas y científicas saldrían sobrando porque todos ustedes,
compañeros de este mal cotidiano de tener qué rasurarse habitualmente, sabrán de
inmediato sobre qué les estoy hablando.
En algunas ocasiones resulta absurdo querer poner
adjetivos a todas las cosas existentes que de una forma u otra llaman nuestra
atención. No todos los seres humanos del mundo que osamos escribir de vez en
cuando somos reyes de la buena metáfora y eso hay qué entenderlo (sicóticos en
casita, no lo intenten). Aunque es inevitable, por ejemplo, distinguir que los
corchos de plástico en las botellas con imitaciones de vino tinto, de tan mal
gusto –el corcho y el vino-, tienen un inequívoco olor a “ciruela amarilla”. He
aquí lo peor del caso, y es que siempre tendemos a la imperdonable cursilería
de relacionar todo cuanto existe con frutitas. La favorita de los chinos -o de
a quien se le haya ocurrido primero (rectifico, seguramente fue a los
franceses)-, es la pequeña fruta roja y redonda de exquisito sabor: la cereza.
Cuando las primeras importaciones del país estaban
monopolizadas bajo el influjo de algún expresidente todavía en turno, y se
tenía qué ir hasta la ciudad de La Paz, B.C.S. a comprar artículos de la “Hello Kitty”, era impresionante cómo
todo el ambiente olía a cereza. Lápices para escribir y gomas para borrar lo
escrito, estuches y mochilas con olor a plástico nuevo, por supuesto, con
cereza. Llegamos a tal grado de no saber distinguir cual es el aroma real de
una cereza, si el del barato y brilloso lápiz labial de nuestra novia, o el de
la copa de junto en la mesa en que sí pueden pedir champaña. Los costeñitos del
noroeste de México, es muy probable que primero hayamos cometido la tontería de
morder un borrador de nuestra hermana mayor, antes de tener la oportunidad de
incurrir en la ordinariez de intentar hacer un nudo con el “palito” de una
cereza de verdad, so pretexto de demostrarle a la amada de labio brilloso cuan
buenos podemos ser en el arte de besar bien.
Por alguna razón que solo Dios conoce (si es que le
interesa conocerla), el cuerpo humano tiene conectados el oído, la nariz y la
garganta. Tal vez solo se quería divertir viéndonos batallar al aprender con
dificultad el nombre de la especialidad en medicina de nuestro compañero de apartamento,
en aquellos tiempos cuando intentábamos ser estudiantes. Es la razón por la
cual no nos es tan descabellado el hecho de asociar olores con sabores (no sé
qué tiene qué ver el oído en mi discurso). Por esto la reacción tan natural –no
por eso menos absurda- de oler un lápiz con aroma cherry y querer morderlo de inmediato. El instinto es fuerte, y de
alguna manera nuestros ancestros tendrían que descubrir que las frutas eran
comestibles, aunque ellos no corrían el riesgo de quedarse con unos pequeños
trozos de residuos plásticos un poco tóxicos entre las muelas, sino de perecer
en el acto sin opción de salvación (al menos física) al morder algún fruto
venenoso. No sé cómo es que Sigmund Freud reaccionaba al respecto, yo al menos,
al oler algo apetecible, sea de plástico o de metal, lo muerdo porque lo
muerdo.
Los países que solemos hacer uso gastronómico del sabroso
chile –paradójicamente corrijo, del picante-, tenemos habituado y entrenado el
olfato a tal grado que al oler la salsa en una cuchara, sabemos con bastante
aproximación qué tan picante puede estar. Este es un arte -aunque un antiguo
amor me lo reprochara de mala educación (¡Ay, Roberto!)- que los grandes cocineros
logran desarrollar con maestría absoluta. Comprensible. Tan comprensible como
que jamás en la vida hemos probado heces de ninguna índole (no aplicable para
residentes del Distrito Federal), y sabemos de facto que cuando una comida
huele a caca, sabe a caca.
Pasando a otro ámbito de más nivel sociocultural, les
recuerdo que se han hecho intentos también por dar una descripción a las voces
humanas e instrumentales. -Esto se ha logrado someter a tecnicismos prácticos
que mucho se agradecen.- En la ópera, y en general en la llamada música culta,
a los diversos tipos de voces, categorizadas simplemente por sus registros
tonales, se les da el nombre de “Tesituras”. Pero, ¿por qué entonces un tenor
lírico ligero -para ser muy explícito- suena diferente a otro tenor con sus
supuestas idénticas características bocales? La razón es que hay un algo
indescriptible en el ámbito de los sonidos al cual le ponemos el nombre de
“Timbre”.
El llamado Timbre es algo aún más abstracto que el
sonido y que la misma música. Esto es lo que nos hace distinguir por ejemplo la
voz de un niño de 8 años a la de una dama de 18, o entre la voz del padre y la
del hijo mayor, que suelen tener exactamente la misma tesitura. Aunque también
en los instrumentos, suena muy diferente la nota LA (440 MHz) en una brillante
trompeta que en un opaco oboe. Para ser más precisos, suena diferente la nota LA
en un saxofón “Conn LTD” que en uno de la marca nacional “Júpiter”, siendo esta
la misma nota LA, matemáticamente idéntica. Sin embargo, al preguntarnos qué es
el timbre, la mayor aproximación literaria tiende a ser la siguiente: Es el “color”
de la voz.
Extraña descripción es ésta ya que los colores son
siempre visibles –al menos dentro de una amplia gama en nuestras limitaciones-
y la voz es algo que no se puede ver. No sé si existan chamanes u otras
especies animales con capacidades tales como para poder ver los sonidos. Lo
ignoro, mas todo es posible, ya lo ven que cosas extrañas en este mundo suelen
suceder (redacción tipo Yoda), y hasta existió una muy buena banda en los años
sesentas con capacidad para escuchar “El sonido del silencio”.
Pero, he aquí el motivo de mi ensayo, he aquí la
maravilla creada por el hombre que me llegó a quitar el sueño. Alguna vez nos
hemos puesto a pensar, ¿en qué mente tan adelantada a nuestro tiempo llegó la
idea y el ingenio de, a través de la piel, darnos una sensación tan nítida y
fresca como la de la menta? Y no me refiero a la gama completa de generaciones
de cremas absurdas con envases alargaditos de colores varoniles y especificaciones
en la cubierta (tan de macho bragado): “Para piel ultrasensible”. No, señores.
Estoy hablando del original bote rojo con forma de bomba de gas lacrimógeno y
letras blancas. Ese que tiene espuma también blanca que en algún momento se va poniendo
como azul, tal como el color con el que ubicamos y relacionamos la menta,
planta tan verde como la mismísima marihuana.
Qué ritual éste el de abrir el bote rojo de la crema
para afeitar, soltar momentáneamente la tapa también roja en algún lugar a
nuestro alcance inmediato, poner un poco de espuma en la mano desocupada, buscar
la tapa que en algún lugar a mi alcance se debe de encontrar (el tiempo de
retardo es directamente proporcional al coeficiente intelectual de quien está
por rasurarse), tapar el bote rojo y dejarlo sobre el lavamanos, compartir la
espuma con la mano anteriormente ocupada, postrar nuestras manos acolchonadas
sobre nuestras mejillas, y al fin, sentir sobre la piel la inequívoca sensación
cutánea de la menta.
No sé si el logro de esto fue un efecto premeditado o
si haya sido una coincidencia de la naturaleza, tal como la que nos cuentan de
la romántica historia de la tortilla. El caso es que lo lograron, queriéndolo o
no, y lo hicieron con un realismo de asombro inconmensurable. Las damitas
creerán que estoy exagerando, mas los varones que han tenido una crema de esta
naturaleza me darán la razón.
Inténtenlo. Es una sensación que simplemente hay qué
vivir. Dejar de hacerlo sería como nunca haber postrado la lengua sobre los
polos de una batería de nueve voltios para ver si todavía “estaba buena”
(funciona). Señoritas, si tienen un papá anterior a la generación del movimiento
juvenil del ‘68, vayan al tocador de su baño, róbenle un poquito de crema para
afeitar, y dispónganse a “saborear” la menta sobre su piel. Si en cambio, su
padre escucha discos en acetato del grupo Led Zeppelin o del señor Alberto Cortés,
y conoció a su ahora madre mientras bailaba sin escrúpulos en una tardeada de
su escuela la canción “Inagada da vida”,
no se preocupen, esta espuma está a la venta en cualquier tienda de
autoservicio.
No pretendo ser un escritor de prólogos, pero en este
caso en particular, el contenido de la obra está en el acto y no en la letra.
No dejen de hacerlo. Acá en Europa se extrañan mucho los jugosos e
incomparables limones mexicanos, y recordando a Sheridan, se extrañan mucho también
las tremendas ganas que tenía de venirme a Florencia. Aún me queda,
afortunadamente, el placer de conservar al alcance de mi mano la sensación cutánea
de la menta.
Roberto Rojo Alvarez