LLUVIA
“La
lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”
Jorge
Luis Borges
Recuerdos de lluvia tengo muchos,
buenos y malos. Los malos se refieren a
todas aquellas veces que he visto llover y no me he mojado. Los buenos
fueron los que me hicieron sufrir frío y desesperación, pero que me
fortalecieron el espíritu y me purificaron el alma.
En el interminable camino de la
formación personal, a mí como hijo me tocó un papel poco envidiable: “El hombre
de la casa”. Esto suponía hacerme cargo de las labores familiares que nadie más
estaba dispuesto a realizar, desde bajar la siempre perforada bolsa de basura,
hasta lavar cada ocho días la zona en donde nuestra amada y difunta mascota Blacky destinaba al buen descomer. De
ambas actividades solamente me salvaba la lluvia.
La vez que recuerdo que he tenido más frío en mi vida fue en la ciudad
de Durango. Siendo yo todavía niño, una tarde acompañé a mi abuelo a un mitin
político en el que se reclamaba un supuesto fraude electoral. Rodolfo Elizondo
(ahora “El Negro”) había perdido la elección para gobernador del estado. No sé
qué tanto se inmiscuya Tláloc en política, pero de la nada empezó a llover a
cántaros provocando que se disolviera toda la concurrencia. En lo que mi abuelo
y yo encontramos un lugar para guarecernos, estábamos ensopados hasta el
elástico del calcetín. Recuerdo cómo yo temblaba y cómo mi abuelo me abrazaba.
Ese fue el regalo de aquella lluvia de verano de hace muchos, muchos años.
Con un poco más de edad, estando cursando la secundaria a mando de la
temible Verruga, la única manera de trasladarme con mis amigos era en
bicicleta. La lluvia no era capaz de mitigar mis ganas de chacoteo, por lo
tanto aunque lloviera, tomaba mi bicicleta, trepábase Fernando en los
diablitos, y comenzábamos a pedalear rumbo a donde la fiesta nos llamase. No
fueron pocas las veces que se nos rompió la cadena, que desalineábamos el rin
de la llanta trasera, que se nos caía el asiento, que rompíamos el manubrio,
pero eso sí, cómo nos divertíamos en esos larguísimos trayectos. La dulce
lluvia dejaba su tenue marca a manera de vía láctea color chocolate en la parte
de atrás de nuestra blanca camisa del uniforme. Enojo maternal garantizado.
La lección de mecánica suponía tener
a mi servicio (por así decirlo) un viejo Mustang ’72, hermoso. Y como suele
suceder también con una buena proporción de la gente hermosa, no servía para
nada. En realidad era un buen coche, hasta que mi excuñado Alfredo hizo que le
sonara hasta el aire de las llantas. Yo tenía dos opciones, o le prestaba el
carro y me dejaba a solas con mi entonces novia Lety, o lo tenía a un lado sin
tener margen de maniobra. Pues este bello automóvil tenía cierto pavor por la
lluvia, que tan pronto empezaba a lloviznar me dejaba tirado donde estuviera y
siendo la hora que fuera. Recuerdo en especial la vez que por enésima ocasión
quise cruzar la calle Aquiles Serdán pensando “ahora sí paso”, y por supuesto
quedamos a media calle con el motor apagado y el agua entrando por debajo de
las puertas. El remedio de mi amigo Enrique Antonio fue quitarnos los tenis,
remangarnos los pantalones, y bajarnos a empujar al viejo Mustang hasta un
lugar donde no estorbara el libre flujo de los Vochos, que son los únicos
automóviles que pueden cruzar esa calle cuando llueve. Llevábamos ya algunos
metros avanzados cuando mi amigo vio entre nosotros y la defensa del carro un
objeto flotante que generalmente flota en otros objetos de porcelana
denominados escusados, y no en pleno paseo rumbo al Malecón. Nos echamos a reír
con la cara llena de lluvia, y seguimos empujando. Estos son los lindos regalos
que provoca el exceso de lluvia en nuestra ciudad.
Después pasó a mi “servicio”, cuando obviamente ya era un artículo de
deshecho, la famosa Guallina. Este automóvil pasó a mis manos para cumplir la
tarea de montar y desmontar unos puestos de importaciones que en su momento
fueron la novedad en Culiacán: “Todo por 7”. Que comenzara a llover provocaba a
la hora que fuera que me dirigiera inmediatamente a desmontar los mencionados
estantes, y la vendimia del día por razones obvias concluía. Además de tener
unas llantas tan lisas como las de cualquier coche F1 y haberme ponchado en una
ocasión ocho veces en una semana, este carro tenía la peculiaridad de que
después de terminar de llover en el exterior, dentro de ella seguía lloviendo
por alrededor de 10 minutos más. Intenté tapar esas goteras tanto con silicón
como con chicles Motita, pero jamás tuvo un buen resultado. Este es el único
coche que antes de venderlo tuve que lavarlo con manguera… por dentro, por
supuesto.
Poco más grande, a la edad de 28 años, la lluvia europea provocó que
faltara yo al séptimo mandamiento. Caminaba desolado en la madrugada por las
calles vacías de Florencia, con una guitarra al hombro, sin transporte público
disponible, sin posibilidades económicas para tomar un taxi, a aproximadamente
cuarenta minutos a pie de mi domicilio, y con una lluvia fría sobre mi espalda.
Cuando de pronto la vi. ¡Era ella! Nos estábamos buscando desde hacía mucho
tiempo atrás. Brillaba con luz propia. Me esperaba quietecita en una esquina,
tan linda, y con una cadena mal puesta que no me dejó alternativa… Me robé esa
preciosa bicicleta blanca, y vivimos en unión libre durante largos y felices meses…
Con el agradecimiento que solo se tiene hacia quien le ha salvado a uno la
vida, me despedí de ella. Se quedó en el viejo continente, y yo la recordaré
eternamente… La lluvia me orilló, y yo acepté.
Estamos ahora en tiempo de lluvias. Cada gota que cae del cielo viene
para purificarnos, aunque a veces no comprendamos sus excesos o su ausencia.
Cada vez que llueve viene a mí la nostalgia de todos los regalos que me ha
traído la lluvia. Todos inolvidables e invaluables. Aprendamos cuando llueva
sobre mojado, y bailemos en la lluvia cuando todo marche bien. Y no se
preocupen si los encuentra solos detrás de una ventana y sienten como lluvia
saliendo de sus ojos... Es lluvia.
Roberto Rojo Alvarez