NAVIDAD CON SU MISMO…
“El recuerdo,
como una vela, brilla más en Navidad”
Charles Dickens
Tenía tan
solo seis años de edad cuando mi poco experimentada lógica me decía de forma
muy clara que no existe tal cosa llamada Santa Claus. Estaba claro que los regalos,
pocos o muchos, de mi agrado o no, eran costeados económicamente por mis
padres, abuelos y tíos.
Trataré en
principio las inconsistencias sobre el personaje de Santa Claus. Primero, la
casa de mis navidades a pesar de estar situada en la gélida ciudad de Durango,
no contaba con una chimenea por donde entrara un viejo panzón cargado de
regalos para nueve nietos. Segundo, era muy curioso que Santa comprara el papel
de envolturas en la misma mercería que mi mamá. Tercero, la camioneta de mi tío
Juan siempre permanecía llena de bultos tapados con bolsas negras, y estos
bultos desaparecían justo a la mañana del día 25 de diciembre. Cuarto, las
historias de niños que atestiguaban haber visto personalmente a este Señor de
barbas blancas eran verdaderamente inverosímiles.
Sobre el
Niño Dios. ¿Por qué si la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en su
versión de párvulo tenía para con nosotros los niños como función primordial
proveernos de juguetes cada Navidad no existía ni una sola imagen suya cargado
de regalos? ¿Cómo el Niño Dios, siempre simbolizado como bebé, era capaz de
cargar con cajas tan aparatosas como las de los juguetes para niñas que juegan
a ser grandes? A esto le sumamos el nunca faltante comentario de alguno de
nuestros familiares, todos educados en la religión católica, que llegaba la
mañana del 25 de diciembre con dos juguetes en la mano y nos decía: Éste te lo
trajo el Niño Dios, y este otro es de parte mía. Por supuesto el más barato era
con cargo al hijo de María la virgen, y el más caro siempre mérito de nuestro
familiar. Obvio especificar que los dos regalos estaban invariablemente
forrados justo con el mismo papel de regalo. ¿Qué creen que uno no se da
cuenta?
Los Tres
Reyes Magos. Alguna vez leí un artículo de un prestigiado escritor culichi cuyo
título era “Ni eran Reyes, ni eran Magos, ni eran Tres”. En este concienzudo
ensayo podrán ustedes leer sobre todos los tecnicismos que desmienten a esta
famosa historia (si gustan se los mando por e-mail, puesto que lo escribí yo),
pero de momento me remito al análisis sobre el tema desde mi punto de vista
cuando era un niño. Si viajar por todo el mundo en una sola noche con sus 24
horas aun en un absurdo trineo volador jalado por renos que a pesar de volar
movían sus patas cual si caminaran era una historia bastante poco creíble,
¿imagínense ustedes hacerlo sobre tres animales de carga tales como un caballo,
un camello y un elefante? A esto añadimos la curiosa coincidencia de que los
Reyes Magos solamente aparecieron por mi casa en dos ocasiones en las que
coincidentemente estaba mi abuela presente. En nada ayudó esto a acrecentar mi
fe.
Cuando era niño vivía queriendo
demostrarle a los mayores cuan inteligente y precoz yo era (hoy también lo
intento pero ya nadie me cree), y en una memorable plática con mis familiares,
precisamente a la edad de seis años, les hice saber mi conocimiento de la
verdad sobre Santa, el Niño Dios, los Reyes Magos, o cualquier personaje a
quien le quisieran endilgar los regalos navideños. Esto para mí era un acto heroico,
una muestra de brillantez, una carta de presentación del personaje que se
gestaba en la familia, y una advertencia de “a mí no me hacen tarugo”… Pocos
años pasaron para darme cuenta de que cometí el acto más estúpido de mi niñez.
A partir de ese año me cancelé
toda posibilidad de pedirle a Santa cualquier juguete que me apeteciera. Yo,
sabiendo que este hecho mermaría directamente en el bolsillo de mis
progenitores, me veía obligado a esperar lo que fuera la voluntad de mis
familiares que por tratarse de un niño sensato optaban por regalarme, háganme
el canijo favor, ROPA. Eso sí, mientras mis hermanas y primos escribían sus
cartas inmensas solicitando lo que les venía en gana. La envidia y la
desesperación me llevó en algunas ocasiones a querer desenmascararlos a todos y
así burlarme también de los suéter tejidos que solo a mí me propinaban. Pero el
espíritu navideño obraba bien en mí, y de esta manera fui esperando
pacientemente año con año a que cada niño en mi familia, como debe de ser, de
manera natural con el transcurso del tiempo fuera perdiendo su inocencia.
Algún tiempo ha pasado ya de
aquellos traumas, y difícilmente recuerdo un año en el que la situación de
estabilidad económica haya sido tan crítica como ahora. Bien haríamos pues en
ser mesurados en estos tiempos difíciles y evitar por algunos meses cualquier
gasto innecesario, al fin que a nuestros niños podemos explicarles que tanto a
Santa Claus como al Niño Dios y los Reyes Magos también les llegó la recesión.
Nunca mejor citado el popular
chiste que nos cuenta que éste será “El Año del Consumismo”, porque esta
Navidad todo el mundo estará con su mismo abrigo, con su mismo vestido, con su
mismo coche, con su mismo televisor, con su mismo radio, y si bien les va, con
su mismo trabajo.
Este año regalen besos y abrazos.
Muchos. O hagan algo que no les cueste, como es el caso de mi madre y hermana
que al parecer tienen escondido en algún recóndito lugar una copia de los
escritos de Nostradamus, porque sabían que se vendría la crisis y tienen ya más
de seis meses tejiendo regalos diversos para toda la familia. Nada que unas
bolas de estambre y la creatividad humana no puedan resolver.
Busquemos este año el mayor gozo,
el de las cosas que no cuestan dinero sino otro tipos de esfuerzos, y hagamos
lo posible por reencontrarnos con nuestros seres queridos. No hay mejor regalo
que un abrazo de los nuestros.
De todo corazón les mando mucha
buena vibra envuelta en papel con esferitas, y les deseo el mejor de los
futuros. Que esta revista y sus amables lectores nos duren por muchísimos años
más. Muy Feliz Navidad.
Roberto
Rojo Alvarez