El
pretexto, la esperadísima boda del Guaymitas con la eminente ciudadana de
Brisbane, Kate Brown. La misión, enamorar durante ese lapso a todas las
australianas que nos fuera posible… Y, ¡ah, qué mal nos fue!
Por razones
atribuibles a la distancia, todos los invitados del novio tuvimos a bien
apartar de nuestra agenda dos semanas, para poder así realizar holgadamente el
viaje. La primer semana la dedicamos a las actividades propias del enlace
nupcial. La segunda, cada quién agarró su rumbo.
Mi amigo Proto y yo decidimos
acompañar a la pareja de esposos durante los primeros tres días de su Honey
Moon, para después de eso tomar nuestro camino y entonces sí lanzarnos a la
yugular de cuanta australiana malparada se nos atravesara en el andar.
Al
principio todo iba bien, con excepción del jet lag que de las dos semanas que
estuve por allá, a mí me tomó aproximadamente 9 días en superarlo. Fuera de
eso, gozamos sobremanera los festejos que durante 4 días se llevaron a cabo en
torno al enlace de los novios. Tuve además el honor de tocar la guitarra y
cantar acompañado por un grupo versátil la primer canción que bailaron como
esposos: Wonderful Tonight, de Eric Clapton.
Hasta ese
momento yo era el mexicano artista con la voz melodiosa, pero la única que
eventualmente me echaba ojitos era la mamá de la novia. Opté por pensar que las
australianas son muy tímidas y que era cuestión de que fuera avanzando la noche
para que las chicas se abalanzaran sobre mi indefensa humanidad.
Pasaron algunas horas y el grupo
versátil australiano comenzó a tocar salsa, merengue y cumbia. Tomé
inmediatamente del brazo a mi amiga la Hayek que es costeñita y bailadora, y
dimos todo un espectáculo del buen arte del taconazo. Minutos después tenía yo
literalmente a una fila de damas australianas en espera de que las enseñara a
bailar. Entre ellas estaba una hermosura auténtica del quinto continente, cuyo
nombre griego es el de una banda de rock mexicano, y a quien por sus grandes y
bellas proporciones cariñosamente apodamos como la Tonka.
Enseñar a bailar rumba a una
australiana es como intentar dormir a un búho arrullándolo. Pero eso poco
importaba. Lo único que merecía mi atención en esos momentos era seguir
recibiendo el cúmulo de piropos que la Tonka me propinaba entre vuelta y
vuelta. Era una rubia despampanante de casi seis pies de altura, con unos ojos
azules profundos, un hermoso rostro, un cuerpo espectacular y una tierna y
bella sonrisa. Pero tenía un gran defecto: Un novio que medía como un metro más
que ella y que además parecía modelo de Calvin Klein. Como era de esperarse, la
breve sesión de baile llegó a su fin, la Tonka volvió a la mesa con su novio, y
yo volví a buscar la mirada incesante de la suegra del Guaymitas que de momento
era mi único aliciente.
Pasaron los festejos y llegó el
momento en que Proto y yo, los en aquel entonces codiciados solteros culichis,
nos dispusimos a seguir viajando solos por Australia y entonces sí, ¡sálvese
quien pueda! El codiciado es un término que en automático se le agrega a un
soltero, pero en realidad a nosotros dos en aquel viaje no nos codició ni el
virus de la influenza australiana. Dicho en otras palabras, no agarramos ni
gripa.
Pensamos que tal vez el problema
era la locación y fue por eso que decidimos encaminarnos hacia la playa Bondi.
Ahí sí veríamos cómo las australianas en bikini se preguntarían quién era ese
par de latinos y de qué misteriosas tierras lejanas habrían llegado. Nos
tiramos en la arena a ver pasar gente de todo tipo, porque en Australia surfean
desde los niños hasta los viejitos. Para variar, me quedé dormido sobre una
mochila en cosa de unos pocos minutos y curiosamente nada sucedió.
Decidimos entonces que deberíamos
de irnos a otro sitio en donde no intimidásemos tanto a las chicas de aquellos
lares y pudieran ver un lado más casual de nosotros. Fue entonces que nos
metimos en el billard del Hotel Bondi y rentamos una mesa. Nuestra mente
comenzó a imaginar cómo en breve llegarían dos australianas en un diminuto
short de mezclilla a hacer con nosotros sus pininos en el arte de las
carambolas. Pero pasó el tiempo, yo perdí todas las partidas, Proto perdió
todas sus monedas en esa mesa de pool, y las australianas jamás llegaron.
Fue hasta
ese momento en que nos resignamos y tomamos la decisión más inteligente del
viaje: Invertir nuestras últimas horas en Australia en buscar un buen
restaurante y gozar de las delicias gastronómicas que era lo único que estaba
en nuestras manos, y afortunadamente en nuestros bolsillos. Cabe mencionar que
la comida de ese día está entre una de las mejores de mi vida.
Comimos en
un restaurante de nombre Mu Shu cuya especialidad era la comida tailandesa. Es
un lindo sitio ubicado sobre la calle Campbell Parade que hace las veces de
malecón en la famosa playa. Pedimos unas Money Bags, ensalada de salmón, pato
rostizado al curry y un arroz frito de cangrejo. Degustamos de estos platillos
con un buen vino mientras charlábamos sobre los acontecimientos del viaje, y
mutuamente nos preguntábamos cual de nosotros dos sería el que traía la mala
fortuna por el tan extraño hecho de no haber conocido en todo el viaje a nadie
más que a los congéneres de los ahora esposos.
Para darles
respuesta queridos lectores a esta interrogante, sobra decirles que Proto se
quedó un día más que yo en Australia, y precisamente en ese día se encontró
caminando por la playa a la Tonka y a unas amigas suyas con quienes pasó el día
y la noche siguiente.
Si algún
día andan por aquellos rumbos puedo anticiparles que la carne de canguro es muy
mala, pero que el marisco es casi tan delicioso como el nuestro. Y que además
del Mu Shu existen muchos restaurantes de cocina thai que no se pueden perder.
Yo recordaré por siempre ese viaje, ese repele de mujeres que a Dios gracias no
se ha vuelto a repetir, y esa comida que fue una de las exquisiteces que la
vida me ha regalado junto a mi gran amigo el Proto, a quien podré invitar una y
mil veces a comer, pero nunca jamás a ligar.
Roberto Rojo Alvarez