domingo, 1 de mayo de 2011

THAI IN AUSTRALIA

            Y que un buen día parpadeo y me encuentro trepado en un inmenso avión para cuyo boleto ahorré por diez y ocho meses con puras monedas doradas de diez pesos mexicanos en la alcancía de Barney que me regaló mi hermanita y que en tan solo diez y seis horas y media llegaría a su destino final: Sydney, Australia.
            El pretexto, la esperadísima boda del Guaymitas con la eminente ciudadana de Brisbane, Kate Brown. La misión, enamorar durante ese lapso a todas las australianas que nos fuera posible… Y, ¡ah, qué mal nos fue!
            Por razones atribuibles a la distancia, todos los invitados del novio tuvimos a bien apartar de nuestra agenda dos semanas, para poder así realizar holgadamente el viaje. La primer semana la dedicamos a las actividades propias del enlace nupcial. La segunda, cada quién agarró su rumbo.
Mi amigo Proto y yo decidimos acompañar a la pareja de esposos durante los primeros tres días de su Honey Moon, para después de eso tomar nuestro camino y entonces sí lanzarnos a la yugular de cuanta australiana malparada se nos atravesara en el andar.
            Al principio todo iba bien, con excepción del jet lag que de las dos semanas que estuve por allá, a mí me tomó aproximadamente 9 días en superarlo. Fuera de eso, gozamos sobremanera los festejos que durante 4 días se llevaron a cabo en torno al enlace de los novios. Tuve además el honor de tocar la guitarra y cantar acompañado por un grupo versátil la primer canción que bailaron como esposos: Wonderful Tonight, de Eric Clapton.
            Hasta ese momento yo era el mexicano artista con la voz melodiosa, pero la única que eventualmente me echaba ojitos era la mamá de la novia. Opté por pensar que las australianas son muy tímidas y que era cuestión de que fuera avanzando la noche para que las chicas se abalanzaran sobre mi indefensa humanidad.
Pasaron algunas horas y el grupo versátil australiano comenzó a tocar salsa, merengue y cumbia. Tomé inmediatamente del brazo a mi amiga la Hayek que es costeñita y bailadora, y dimos todo un espectáculo del buen arte del taconazo. Minutos después tenía yo literalmente a una fila de damas australianas en espera de que las enseñara a bailar. Entre ellas estaba una hermosura auténtica del quinto continente, cuyo nombre griego es el de una banda de rock mexicano, y a quien por sus grandes y bellas proporciones cariñosamente apodamos como la Tonka.
Enseñar a bailar rumba a una australiana es como intentar dormir a un búho arrullándolo. Pero eso poco importaba. Lo único que merecía mi atención en esos momentos era seguir recibiendo el cúmulo de piropos que la Tonka me propinaba entre vuelta y vuelta. Era una rubia despampanante de casi seis pies de altura, con unos ojos azules profundos, un hermoso rostro, un cuerpo espectacular y una tierna y bella sonrisa. Pero tenía un gran defecto: Un novio que medía como un metro más que ella y que además parecía modelo de Calvin Klein. Como era de esperarse, la breve sesión de baile llegó a su fin, la Tonka volvió a la mesa con su novio, y yo volví a buscar la mirada incesante de la suegra del Guaymitas que de momento era mi único aliciente.
Pasaron los festejos y llegó el momento en que Proto y yo, los en aquel entonces codiciados solteros culichis, nos dispusimos a seguir viajando solos por Australia y entonces sí, ¡sálvese quien pueda! El codiciado es un término que en automático se le agrega a un soltero, pero en realidad a nosotros dos en aquel viaje no nos codició ni el virus de la influenza australiana. Dicho en otras palabras, no agarramos ni gripa.
Pensamos que tal vez el problema era la locación y fue por eso que decidimos encaminarnos hacia la playa Bondi. Ahí sí veríamos cómo las australianas en bikini se preguntarían quién era ese par de latinos y de qué misteriosas tierras lejanas habrían llegado. Nos tiramos en la arena a ver pasar gente de todo tipo, porque en Australia surfean desde los niños hasta los viejitos. Para variar, me quedé dormido sobre una mochila en cosa de unos pocos minutos y curiosamente nada sucedió.
Decidimos entonces que deberíamos de irnos a otro sitio en donde no intimidásemos tanto a las chicas de aquellos lares y pudieran ver un lado más casual de nosotros. Fue entonces que nos metimos en el billard del Hotel Bondi y rentamos una mesa. Nuestra mente comenzó a imaginar cómo en breve llegarían dos australianas en un diminuto short de mezclilla a hacer con nosotros sus pininos en el arte de las carambolas. Pero pasó el tiempo, yo perdí todas las partidas, Proto perdió todas sus monedas en esa mesa de pool, y las australianas jamás llegaron.
            Fue hasta ese momento en que nos resignamos y tomamos la decisión más inteligente del viaje: Invertir nuestras últimas horas en Australia en buscar un buen restaurante y gozar de las delicias gastronómicas que era lo único que estaba en nuestras manos, y afortunadamente en nuestros bolsillos. Cabe mencionar que la comida de ese día está entre una de las mejores de mi vida.
            Comimos en un restaurante de nombre Mu Shu cuya especialidad era la comida tailandesa. Es un lindo sitio ubicado sobre la calle Campbell Parade que hace las veces de malecón en la famosa playa. Pedimos unas Money Bags, ensalada de salmón, pato rostizado al curry y un arroz frito de cangrejo. Degustamos de estos platillos con un buen vino mientras charlábamos sobre los acontecimientos del viaje, y mutuamente nos preguntábamos cual de nosotros dos sería el que traía la mala fortuna por el tan extraño hecho de no haber conocido en todo el viaje a nadie más que a los congéneres de los ahora esposos.
            Para darles respuesta queridos lectores a esta interrogante, sobra decirles que Proto se quedó un día más que yo en Australia, y precisamente en ese día se encontró caminando por la playa a la Tonka y a unas amigas suyas con quienes pasó el día y la noche siguiente.
            Si algún día andan por aquellos rumbos puedo anticiparles que la carne de canguro es muy mala, pero que el marisco es casi tan delicioso como el nuestro. Y que además del Mu Shu existen muchos restaurantes de cocina thai que no se pueden perder. Yo recordaré por siempre ese viaje, ese repele de mujeres que a Dios gracias no se ha vuelto a repetir, y esa comida que fue una de las exquisiteces que la vida me ha regalado junto a mi gran amigo el Proto, a quien podré invitar una y mil veces a comer, pero nunca jamás a ligar.

Roberto Rojo Alvarez