Igual de sencillo resultaba
conseguir una invitación para asistir a alguna exposición de arte del Osho y
sus compañeros de La Esmeralda que entrar gratis a cualquier función de ópera
en Bellas Artes. Hasta que un buen día por un abuso de ingenio, cierto exceso
de confianza y la muy poca vergüenza al posible escenario adverso, a Pilar y a
mí nos corrieron del mismísimo Teatro de Bellas Artes. Lo tomamos por el lado
amable, y una vez estando a escasos quince metros de la puerta desde donde los
guardias de seguridad se cercioraban de que nos alejáramos del recinto, nos
dimos la media vuelta, les gritamos “de mejores lugares nos han corrido”, y nos
tiramos de risa.
Pero la semilla del orgullo había
sido ya sembrada en nuestras almas, y en silencio comenzamos a envidiar a la
gente pudiente a la que jamás corren de lugar alguno y mucho menos batallan
para pagar sus cuentas. No como nosotros que íbamos a una taquería y a media
cena de reojo contábamos moneditas en el bolsillo para después de un vago
cálculo mental saber si nos encontrábamos en posibilidades de pedir un taco
más, o si tendríamos qué compartir un solo refresco.
Un buen
día, ya con la plantita del orgullo mostrando sus primeros brotes y después de
ver un programa en el Discovery Channel donde mencionaban los oficios más
peligrosos del mundo entre los cuales aparecía la pesca del cangrejo gigante en
Alaska, se nos ocurrió una magnífica idea. Nos preguntamos qué necesitaríamos
hacer en nuestra condición de estudiantes foráneos para ahorrar lo suficiente y
darnos un festín de esa envergadura. El cálculo nos arrojó datos poco alentadores
pero que bien valían la pena: Cuatro meses de ahorro y un guardadito extra, por
si acaso.
Nos
percatamos que en tres meses y medio a partir de esa fecha sería el vigésimo
octavo aniversario del día de mi nacimiento y marcamos esa fecha como el Día D.
Ahorramos pacientemente en un cochinito de madera al que jamás pusimos un
nombre pero del cual nos encariñamos tanto que nos parecía digno de aparecer en
la portada de un disco de Pink Floyd. Se llegó la fecha tan esperada y hoy les
anuncio que este mes se cumplen ocho años de esa inolvidable comida en la que
con conocimiento de causa y el convencimiento propio de un ser humano recién
redimido, pronuncié una frase que me marcaría por el resto de mi vida: ¡Quiero
ser rico!
El ritual
tuvo lugar en el prestigiado restaurante Fishers de Polanco, cuyo lema
“Excelencia en mariscos” resulta cierto siempre y cuando tu presupuesto sea
holgado. En esa ocasión comenzamos
pidiendo un cocktail de mariscos de nombre Vuelve a la Vida acompañado de un
par de cervezas. Los mariscos estaban frescos y de buen sabor, aunque las
porciones dejaban mucho qué desear.
Después entramos en materia y cumplimos la promesa de comer como si
fuésemos un par de millonarios entregados a la gula. Como platillo fuerte Pilar
ordenó un King Crab Chicago y una Langosta San Lucas, y yo un King Crab al
Natural y una Langosta Rockefeller, para sentirme por un instante parte de la
dinastía familiar estadounidense. Como postre es muy recomendable el Flan de
Coco Horneado y las siempre infalibles Crepas de Cajeta.
No importa
que usted buen lector sea un costeñito pata salada y piense que en materia de
alimentos del mar lo sabe todo. No pierda la oportunidad de visitar alguno de
los restaurantes Fishers que existen en el centro de nuestra República. Probará
un alimento preparado de una manera que posiblemente antes no conocía, y de
ninguna manera se arrepentirá. Sólo espero que no se encuentre como yo en la
necesidad de ahorrar durante tanto tiempo para darse ese gustito.
De esa
comida me queda el recuerdo de haber conquistado una meta que valió tanto la
pena que hasta el día de hoy sigue estando ranqueada en el número uno de las
mejores comidas de mi vida. Agradezco sobremanera a la alcahueta de Pilar que a
punto estuvo de convencerme de llegar con las talegas de monedas a la puerta
del restaurante, pero que no contaba con mi astucia de ir a feriarlas al banco
unos días antes. Y gracias también a aquella circunstancia, hoy tengo la firme
vocación por conocer los mejores sitios de comida alrededor del mundo.
Pilar sigue
haciendo sus pinturas y sus travesuras de este y del otro lado del planeta. Yo
sigo en mi tierra luchando día a día por ser un hombre próspero y poder tener
dentro de mi canasta básica un congelador repleto de langostas y cangrejos
gigantes de Alaska. ¡Qué hermoso y frívolo deseo! Por mientras y para muy
esporádicas ocasiones, existe el Fishers.
Roberto Rojo Alvarez