viernes, 1 de julio de 2011

CANGREJO (Y CUENTA) GIGANTE

            La vida transcurría y yo con ella. Hasta ese momento lo único deseable era tener un poco de salud para andar de pata de perro, ser lo atractivo suficiente tan solo para tener una chica a quién llamar de vez en vez, y unas monedas en la bolsa para comprar chocolate caliente y churros azucarados en Coyoacán. El resto se conseguía con un poco de ingenio y lo que no, existía únicamente en un mundo paralelo que poco importaba. Lo mismo me daba alimentarme con queso Oaxaca, tortillas azules y champiñones naturales de algún tianguis móvil, que una invitación a casa del Guaymitas cuando su mamá le enviaba carne de Sonora que él cocinaba siempre a la pimienta.
Igual de sencillo resultaba conseguir una invitación para asistir a alguna exposición de arte del Osho y sus compañeros de La Esmeralda que entrar gratis a cualquier función de ópera en Bellas Artes. Hasta que un buen día por un abuso de ingenio, cierto exceso de confianza y la muy poca vergüenza al posible escenario adverso, a Pilar y a mí nos corrieron del mismísimo Teatro de Bellas Artes. Lo tomamos por el lado amable, y una vez estando a escasos quince metros de la puerta desde donde los guardias de seguridad se cercioraban de que nos alejáramos del recinto, nos dimos la media vuelta, les gritamos “de mejores lugares nos han corrido”, y nos tiramos de risa.
Pero la semilla del orgullo había sido ya sembrada en nuestras almas, y en silencio comenzamos a envidiar a la gente pudiente a la que jamás corren de lugar alguno y mucho menos batallan para pagar sus cuentas. No como nosotros que íbamos a una taquería y a media cena de reojo contábamos moneditas en el bolsillo para después de un vago cálculo mental saber si nos encontrábamos en posibilidades de pedir un taco más, o si tendríamos qué compartir un solo refresco.
            Un buen día, ya con la plantita del orgullo mostrando sus primeros brotes y después de ver un programa en el Discovery Channel donde mencionaban los oficios más peligrosos del mundo entre los cuales aparecía la pesca del cangrejo gigante en Alaska, se nos ocurrió una magnífica idea. Nos preguntamos qué necesitaríamos hacer en nuestra condición de estudiantes foráneos para ahorrar lo suficiente y darnos un festín de esa envergadura. El cálculo nos arrojó datos poco alentadores pero que bien valían la pena: Cuatro meses de ahorro y un guardadito extra, por si acaso.
            Nos percatamos que en tres meses y medio a partir de esa fecha sería el vigésimo octavo aniversario del día de mi nacimiento y marcamos esa fecha como el Día D. Ahorramos pacientemente en un cochinito de madera al que jamás pusimos un nombre pero del cual nos encariñamos tanto que nos parecía digno de aparecer en la portada de un disco de Pink Floyd. Se llegó la fecha tan esperada y hoy les anuncio que este mes se cumplen ocho años de esa inolvidable comida en la que con conocimiento de causa y el convencimiento propio de un ser humano recién redimido, pronuncié una frase que me marcaría por el resto de mi vida: ¡Quiero ser rico!
            El ritual tuvo lugar en el prestigiado restaurante Fishers de Polanco, cuyo lema “Excelencia en mariscos” resulta cierto siempre y cuando tu presupuesto sea holgado.  En esa ocasión comenzamos pidiendo un cocktail de mariscos de nombre Vuelve a la Vida acompañado de un par de cervezas. Los mariscos estaban frescos y de buen sabor, aunque las porciones dejaban mucho qué desear.  Después entramos en materia y cumplimos la promesa de comer como si fuésemos un par de millonarios entregados a la gula. Como platillo fuerte Pilar ordenó un King Crab Chicago y una Langosta San Lucas, y yo un King Crab al Natural y una Langosta Rockefeller, para sentirme por un instante parte de la dinastía familiar estadounidense. Como postre es muy recomendable el Flan de Coco Horneado y las siempre infalibles Crepas de Cajeta.
            No importa que usted buen lector sea un costeñito pata salada y piense que en materia de alimentos del mar lo sabe todo. No pierda la oportunidad de visitar alguno de los restaurantes Fishers que existen en el centro de nuestra República. Probará un alimento preparado de una manera que posiblemente antes no conocía, y de ninguna manera se arrepentirá. Sólo espero que no se encuentre como yo en la necesidad de ahorrar durante tanto tiempo para darse ese gustito.
            De esa comida me queda el recuerdo de haber conquistado una meta que valió tanto la pena que hasta el día de hoy sigue estando ranqueada en el número uno de las mejores comidas de mi vida. Agradezco sobremanera a la alcahueta de Pilar que a punto estuvo de convencerme de llegar con las talegas de monedas a la puerta del restaurante, pero que no contaba con mi astucia de ir a feriarlas al banco unos días antes. Y gracias también a aquella circunstancia, hoy tengo la firme vocación por conocer los mejores sitios de comida alrededor del mundo.
            Pilar sigue haciendo sus pinturas y sus travesuras de este y del otro lado del planeta. Yo sigo en mi tierra luchando día a día por ser un hombre próspero y poder tener dentro de mi canasta básica un congelador repleto de langostas y cangrejos gigantes de Alaska. ¡Qué hermoso y frívolo deseo! Por mientras y para muy esporádicas ocasiones, existe el Fishers.

Roberto Rojo Alvarez