lunes, 1 de agosto de 2011

PARECE QUE FUE AYER

           De eso hace ya veinte años. Fue el verano de 1991 cuando emprendimos aquel inolvidable viaje familiar que culminara en la Muy Noble Ciudad de Zacatecas, como la llamó Don Felipe II de España, y que cerrara con broche de oro en ese sencillo pero delicioso restaurante de comida típica de la región de nombre “El Mesón de la Mina”.
La excusa vino por parte de la familia Covarrubias ya que tendría lugar el histórico eclipse total de sol del 11 de julio de aquel año y éste pasaría por su hermoso pueblo natal nayarita Valle de Banderas.
            Llegamos a casa de Doña Elena, madre del anfitrión. No con mucho agrado pero sí con bastante ahínco nos recibió el tío Jorge, intelectual y maestro de la Universidad de Jalisco en Puerto Vallarta, quien con unas copitas encima esperó el momento justo en que cruzáramos el umbral de aquella residencia para hacer sonar a todo volumen la canción La Aristocracia del Barrio de su disco de acetato de Joan Manuel Serrat. Por razones concerniente a sus particulares ideas y/o complejos nos espetó esta canción por no menos de diez veces, al tiempo que nos mandaba “con todo respeto” a freír espárragos (por decirlo bajito). Con todo y la refrescada, en menos de quince minutos estábamos mi padre, Jorge y yo sentados en una mesa compartiendo unas Coronitas, escuchando el resto del disco de Serrat, y en un diálogo enriquecedor que recuerdo con mucho gusto. Encontré con Jorge muchos puntos de confluencia y me dijo una frase a manera de consejo que al día de hoy recuerdo textualmente: “No estudies por dinero. Estudia por el placer del conocimiento.”. A mi padre, hombre pragmático de mitad del siglo XX, no le hizo mucha gracia su consejo, sobre todo considerando la posibilidad de que su hijo se quedara únicamente con las primeras dos palabras de la frase.
            Después del impresionante eclipse total de sol, que desobedeciendo todos los cánones sociales y advertencias de la ciencia vimos directamente y sin protección ocular sin quedar ciego alguno de los 17 invitados, nos fuimos unos días a Puerto Vallarta a casa del tío Pilón, quien poseía para sus días de desenfado una envidiable mansión empotrada en un hermoso acantilado cubierto por la selva tropical de aquella zona. Este señor nos contó un cúmulo de historias fascinantes de su vida. La que más recuerdo es de cuando de la mano de su hija y con una mochila en el hombro recorrió en una semana media república mexicana de aventón, simplemente estirando el brazo a ver quién se detenía, y dejándose llevar al destino que su conductor se dirigiera. ¡Qué imposible resulta en estas épocas imaginar siquiera una aventura de esta naturaleza!
Después de ahí pasamos por Manzanillo, Cd. Guzmán con los Melo, Guadalajara y Michoacán. En Uruapan pernoctamos un día antes de mi cumpleaños, y por la noche salimos a caminar mi hermana y yo. Probamos un abominable atole color azul que se vendía en la calle como pan caliente. Creo que ni ella ni yo pudimos sorber más de un trago, pero entró al quite mi señor padre que acabó con los dos vasos en un santiamén.
El día de mi cumpleaños número 16 terminó la angustia con la que venía cargando en aquel viaje. Resulta ser que a principios de aquel año escolar que culminaba, en un arranque de ira mi padre decidió inscribirme “de castigo” en una escuela pública. Sin ánimo alguno de criticar su decisión, le salió el tiro por la culata. Después de haber estudiado durante 12 años en colegio de monjas me pusieron en una preparatoria popular. Al fin pude probar las mieles de la libertad. Además de riñas, aventuras, novias y rock & roll, hice grandes amigos que conservo hasta el día de hoy. De esa preparatoria me expulsaron en un año la poco despreciable cantidad de 5 veces, cuatro de las cuales a causa de las influencias políticas que mi padre ostentaba en aquellos momentos, los Directivos de la institución se habían visto obligados a aceptar mi reincorporación inmediata. No lo fue así la quinta y última vez cuando el Director me citó para tener una plática frontal donde al puro estilo de Vito Corleone me hizo una oferta que no podía rechazar. Me solicitó, “de hombre a hombre”, considerar su oferta. Él no me volvería a expulsar a cambio de que yo me las arreglara con mi señor padre para no volver al año siguiente… Tuve qué aceptar.
Con esta angustia transcurría mi viaje, esperando el momento apropiado para proponerle a mi progenitor un cambio de institución educativa. Pero Dios que es bueno y misericordioso iluminó a mi padre y justo el día de mi cumpleaños, de su ronco pecho salió la propuesta de cambiar mi preparatoria para el siguiente ciclo.
Con un vagón de tren menos sobre mi espalda, el viaje continuó rumbo a Guanajuato, Aguascalientes y finalmente a Zacatecas, donde una vez liberada la razón de mi angustia culminamos con una deliciosa comida típica en el restaurante “El Mesón de la Mina”. Un sitio ubicado en la calle Juárez número 15, en el centro de la histórica capital. Es Zacatecas una ciudad que ningún mexicano puede dejar de visitar. Además de sus atractivos turísticos tales como el cerro de la Bufa y el museo de Guadalupe, tiene una Catedral de estilo barroco churrigueresco digna de cualquier ciudad europea. No dejen de considerarla, incluso como mi amigo Catemen, hasta para una luna de miel. Y si ya andan por ahí, no dejen de ir a comer una deliciosa comida a “El Mesón de la Mina”. Lo que se come ahí es la comida típica de cualquier hogar mexicano, y recuerdo haber probado un delicioso consomé de pollo, un buenísimo arroz típico, y una milanesa que solamente en la Lombardía podrían igualar.
Ya no están en esta tierra mi padre, ni Doña Elena, ni el tío Pilón, ni mi perra Blacky. Pero está todo ese mar de bellos recuerdos y esas pinceladas de aprendizaje que atesoro para beneficio de mi vida. Parece que fue ayer, pero de eso hace ya veinte años.

Roberto Rojo Alvarez