La excusa vino por parte de la
familia Covarrubias ya que tendría lugar el histórico eclipse total de sol del
11 de julio de aquel año y éste pasaría por su hermoso pueblo natal nayarita
Valle de Banderas.
Llegamos a
casa de Doña Elena, madre del anfitrión. No con mucho agrado pero sí con
bastante ahínco nos recibió el tío Jorge, intelectual y maestro de la
Universidad de Jalisco en Puerto Vallarta, quien con unas copitas encima esperó
el momento justo en que cruzáramos el umbral de aquella residencia para hacer
sonar a todo volumen la canción La Aristocracia del Barrio de su disco de
acetato de Joan Manuel Serrat. Por razones concerniente a sus particulares ideas
y/o complejos nos espetó esta canción por no menos de diez veces, al tiempo que
nos mandaba “con todo respeto” a freír espárragos (por decirlo bajito). Con
todo y la refrescada, en menos de quince minutos estábamos mi padre, Jorge y yo
sentados en una mesa compartiendo unas Coronitas, escuchando el resto del disco
de Serrat, y en un diálogo enriquecedor que recuerdo con mucho gusto. Encontré
con Jorge muchos puntos de confluencia y me dijo una frase a manera de consejo
que al día de hoy recuerdo textualmente: “No estudies por dinero. Estudia por
el placer del conocimiento.”. A mi padre, hombre pragmático de mitad del siglo
XX, no le hizo mucha gracia su consejo, sobre todo considerando la posibilidad
de que su hijo se quedara únicamente con las primeras dos palabras de la frase.
Después del
impresionante eclipse total de sol, que desobedeciendo todos los cánones
sociales y advertencias de la ciencia vimos directamente y sin protección
ocular sin quedar ciego alguno de los 17 invitados, nos fuimos unos días a
Puerto Vallarta a casa del tío Pilón, quien poseía para sus días de desenfado
una envidiable mansión empotrada en un hermoso acantilado cubierto por la selva
tropical de aquella zona. Este señor nos contó un cúmulo de historias
fascinantes de su vida. La que más recuerdo es de cuando de la mano de su hija
y con una mochila en el hombro recorrió en una semana media república mexicana
de aventón, simplemente estirando el brazo a ver quién se detenía, y dejándose
llevar al destino que su conductor se dirigiera. ¡Qué imposible resulta en
estas épocas imaginar siquiera una aventura de esta naturaleza!
Después de ahí pasamos por
Manzanillo, Cd. Guzmán con los Melo, Guadalajara y Michoacán. En Uruapan
pernoctamos un día antes de mi cumpleaños, y por la noche salimos a caminar mi
hermana y yo. Probamos un abominable atole color azul que se vendía en la calle
como pan caliente. Creo que ni ella ni yo pudimos sorber más de un trago, pero
entró al quite mi señor padre que acabó con los dos vasos en un santiamén.
El día de mi cumpleaños número 16
terminó la angustia con la que venía cargando en aquel viaje. Resulta ser que a
principios de aquel año escolar que culminaba, en un arranque de ira mi padre
decidió inscribirme “de castigo” en una escuela pública. Sin ánimo alguno de
criticar su decisión, le salió el tiro por la culata. Después de haber
estudiado durante 12 años en colegio de monjas me pusieron en una preparatoria
popular. Al fin pude probar las mieles de la libertad. Además de riñas,
aventuras, novias y rock & roll, hice grandes amigos que conservo hasta el
día de hoy. De esa preparatoria me expulsaron en un año la poco despreciable
cantidad de 5 veces, cuatro de las cuales a causa de las influencias políticas
que mi padre ostentaba en aquellos momentos, los Directivos de la institución
se habían visto obligados a aceptar mi reincorporación inmediata. No lo fue así
la quinta y última vez cuando el Director me citó para tener una plática
frontal donde al puro estilo de Vito Corleone me hizo una oferta que no podía
rechazar. Me solicitó, “de hombre a hombre”, considerar su oferta. Él no me
volvería a expulsar a cambio de que yo me las arreglara con mi señor padre para
no volver al año siguiente… Tuve qué aceptar.
Con esta angustia transcurría mi
viaje, esperando el momento apropiado para proponerle a mi progenitor un cambio
de institución educativa. Pero Dios que es bueno y misericordioso iluminó a mi
padre y justo el día de mi cumpleaños, de su ronco pecho salió la propuesta de
cambiar mi preparatoria para el siguiente ciclo.
Con un vagón de tren menos sobre
mi espalda, el viaje continuó rumbo a Guanajuato, Aguascalientes y finalmente a
Zacatecas, donde una vez liberada la razón de mi angustia culminamos con una
deliciosa comida típica en el restaurante “El Mesón de la Mina”. Un sitio
ubicado en la calle Juárez número 15, en el centro de la histórica capital. Es
Zacatecas una ciudad que ningún mexicano puede dejar de visitar. Además de sus
atractivos turísticos tales como el cerro de la Bufa y el museo de Guadalupe,
tiene una Catedral de estilo barroco churrigueresco digna de cualquier ciudad
europea. No dejen de considerarla, incluso como mi amigo Catemen, hasta para
una luna de miel. Y si ya andan por ahí, no dejen de ir a comer una deliciosa
comida a “El Mesón de la Mina”. Lo que se come ahí es la comida típica de
cualquier hogar mexicano, y recuerdo haber probado un delicioso consomé de
pollo, un buenísimo arroz típico, y una milanesa que solamente en la Lombardía
podrían igualar.
Ya no están en esta tierra mi padre,
ni Doña Elena, ni el tío Pilón, ni mi perra Blacky. Pero está todo ese mar de
bellos recuerdos y esas pinceladas de aprendizaje que atesoro para beneficio de
mi vida. Parece que fue ayer, pero de eso hace ya veinte años.
Roberto
Rojo Alvarez